Hace varios meses me propuse no gritarles a mis hijos. Hubo una explosión del
Reto del Rinoceronte Naranja y muchas fueron las blogueras que se animaron a hacerlo y ha compartir sus experiencias. Yo fui una de ellas e intentando sacar mi lado más zen, me propuse conseguirlo.
Hoy, 5 meses después, me gustaría contaros que no sólo no lo he conseguido sino que lo normal en mí está siendo hablar a gritos. No soy capaz de encontrar mi lado zen, de hecho creo que ni siquiera existe. Cada mañana me levanto diciéndome a mi misma que no voy a gritar y en cuanto Pequeñín lleva despierto 10 minutos, ya estoy alzando la voz.
Mi Pequeñín es un niño inquieto, que necesita mucho contacto físico, que madruga demasiado y que no deja a Canija ni a sol ni a sombra. Siempre tiene que jugar a su lado, la abraza y la mima y la quita los juguetes, pero como ni controla su fuerza ni dónde pone la pierna, pues al final se lleva un golpe y llora. Y yo me crispo, porque ya llevo media hora diciéndole en repetidas ocasiones que la deje, que hay que tratarla con cuidado porque es un bebé, que la va a hacer daño y debe de intentar ser más precavido con ella, que no juegue pegado a ella porque puede darle sin querer y terminar llevándose un golpe. Resultado final: Canija llorando, yo gritando y Pequeñín llorando porque mamá está enfadada.
Esto un día tras otro, cada mañana, no hay quien lo resista, o sí, pero yo no. Así que ya hace tiempo que el reto de no gritar no lo he conseguido, pero ya no sólo a mis hijos, sino a cualquiera que en ese momento cruce dos palabras conmigo.
Tal es mi estado de nervios en esas circunstancias que mi rabia y mi agresividad la canalizo gritando, porque si me dejara llevar cuando hace daño a su hermana pequeña habiéndoselo advertido cientos de veces, yo no sé qué haría. Pero es que me sube un calor desde lo más profundo de mis entrañas que me cuesta muchísimo controlar. Tanto es así que conseguir controlarme me cuesta un triunfo y me pongo a gritarle. Y luego le pido perdón y me digo a mí misma y a él que mamá va a intentar no volverlo a hacer, pero me vuelve a ocurrir.
Y no me gusta esta faceta de mí que no consigo controlar, no me gusta la clase de madre ni de persona en la que me convierto en esos momentos y no quiero que mis hijos crean que eso es "lo normal", que gritar es algo que se hace cuando una mamá se enfada, porque no lo es. Para mí es importantísimo la imagen que ellos tienen de mí porque se convertirán en personas con ese mismo reflejo y no quiero que ellos griten a los demás cuando se enfaden.
Cada mañana de esta semana pasada me he levantado pronto para tener un momento para mí y Pequeñín se ha levantado cada día antes reclamándome constantemente sin dejarme ni un rato, sin entretenerse con nada. No conseguir ese momento ha marcado mi día a día y me ha llevado a estar más tensa, controlar menos la situación y salir de casa cada mañana con los tres enfadada desde primera hora y, por supuesto, gritando. Porque una vez que llego a ese punto, cualquier cosa me saca de quicio y Bichito termina llevándose gritos por cualquier situación que me genere un poco de estrés añadido al comienzo del día.
Así que el viernes, y gracias a los consejos de mi marido, empecé el día sentada con Pequeñín desde las 6:30, que era lo que él quería, y resignada a perder ese tiempo para mí misma. Decidí que si negárselo hacía que la mañana transcurriera a gritos, pues me ponía de su lado y le dedicaba ese momento sólo a él, que es lo que él necesita. Decidí que nuestra estabilidad familiar emocional era más importante que actualizar el blog o responder un correo o hacer un pedido de mercancía o leer algún artículo importante, etc, etc. Y el día fue mucho mejor, yo estaba más animada y menos nerviosa, por lo que no grité a Pequeñín, ni a Bichito y todo fue sobre ruedas.
Hoy también ha sido un buen día, pero hoy no cuenta porque no ha madrugado y yo he tenido un ratito para mí.
Sin embargo, lo que no consigo controlar bien es mi furia. Yo tengo muchísimo pronto, cuando era más joven mucho más, pero con los años he conseguido mantenerlo cada vez más a raya. Pero últimamente me altero enseguida y recuerdo que los gitos era lo que más odiaba de mi padre.
Cuando mi marido ve que me voy calentando viene y me aparta, toma el control y aunque yo me cabree como una mona, se lo agradezco porque yo voy subiendo el tono y enfadándome cada vez más. Incluso he intentado irme en el momento más álgido, pero a menos que él venga a por mí, no soy capaz de hacerlo.
Sé en qué punto estoy y sé a dónde quiero llegar, sin embargo, no soy capaz de conseguirlo. Y no es que me siente frustrada, no, me siento apenada porque no soy capaz de tratar a mis hijos de la manera que quiero y no como últimamente, gritando a la primera de cambio. No me gusto y eso me crea mucha tristeza.
¿Os ocurre lo mismo? ¿Cómo conseguís frenaros?